BITEXTUALES Transcreation “Yo no soy Mico”

“Yo no soy Mico”

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El Salvador pronto cumplirá dos cientos años. Su corta historia está plagada de mitos y leyendas sobre seres imposibles, al menos para el ojo humano actual. Pero ni las modernas carreteras, ni las nuevas tecnologías o las centenas de sectas religiosas han logrado borrar del imaginario colectivo actual una imagen que habla de nuestro salvadoreñismo: El “mico”. Esta es la historia de tres personas que niegan ser brujos, pero que conocen al dedillo la mística que rodea a sus nombres y los ritos que supuestamente no practican.

Publicado por primera vez en contrapunto.com.sv, en 3/11/2011

¿Qué es un brujo, don Manuel?

Es una persona que se puede transformar en mico, en chucho, en tunco, en gallo, en murciélago…

Buena parte de mi infancia la viví en una casa ubicada en las lomas del volcán de San Salvador. Allí aprendí a caminar en la oscuridad, alumbrado por un farol artesanal que mis tías y abuelos llamaban “candiles”. También aprendí a hacer mis necesidades antes de acostarme, a la hora en que todos estuvieran aún despiertos, es decir, no más allá de las siete de la noche. A esa hora, todo mundo apagaba las luces y la noche traía consigo los aullidos de los perros, los cantos de las auroras y el roar de los sapos. Pero también aprendí a temerle a las sombras, a la noche. No solo por las balas que en esa época iluminaban los cielos en plena guerra civil, sino por las cosas que mi hermano y yo veíamos en ese entonces. 

Y es que, si por alguna razón olvidávamos ir al baño antes de que la casa quedara a oscuras, esa pequeña caminata de 15 metros hasta la fosa séptica que quedaba a un lado del patio se volvía una verdadera pesadilla. Yo, el mayor, nunca vi nada, solo escuchaba cosas: que caminaban o rodaban sobre el techo, que lanzaban arena sobre las láminas. En cambio, mi hermano, que prefería orinarse en bacinicas y soportar el olor de sus miados toda la noche, todas las noches, decía que el “Mico” lo buscaba. Decía que las veces que había ido porque las ganas de defecar eran incontenibles, el “Mico” lo esperaba sobre el techo de la fosa… Yo, fui creciendo, y alguna vez los vi moverse entre las sombras de las ramas de un árbol gigante que estaba en el jardín trasero de la casa, pero nunca me creyeron los adultos. Mi hermano, cuando tuvo mi edad, nunca más fue al baño por las noches.

Nunca nos pasó nada. Los adultos decían que lo que veíamos eran gatos. Que lo que rodaba en el techo eran gatos. Que la arena que se escuchaba que tiraban eran gatos. Que las ramas que se movían… que mejor nos acostáramos. 

Años más tarde escucharía hablar sobre esto a un trabajador de mi abuelo: “Yo había llegado de refugiado a una casa de Santa Ana, allá por Los Naranjos, porque acababa de pelear a corvasos con un caporal. Yo salí malherido, él creo que se murió. La cosa es que el señor que me curó, tenía una vecina con tres niños pequeños, quizá entre tres y cinco años, a la que un día vi que los convertía en monos. Llegaban los bichitos diciéndole: ¡Mico! ¡Mico! ¡Mico! Y la mujer los agarraba de las manos y les daba vueltas, como si estuviera encumbrando una piscucha, y ¡zas!, los soltaba en el aire y ya caían convertidos. Después, se iban los monitos a robarse naranjas y frutas donde los vecinos”. Domingo Mulato, es su nombre. Vive en Los Cañitos, en una zona escabrosa y semi rural de la Zacamil. Cada vez que lo visito y sale a flote el tema, Domingo jura y perjura que lo que vio es cierto. 

Entre enero y julio de 2010, decidí buscar a algunas personas cuya fama está asociada con las prácticas de los brujos o seres zoomórficos, es decir, brujos que se convierten en animales para asustar, según explica el antropólogo Carlos Benjamín Lara. De estas personas con las que hablé, en la creencia popular, destaca Manuel Pasasin, un cuentacuentos, artesano de máscaras y supuesto brujo, de Izalco, Sonsonate. En algún momento de su vida, incluso ha sido el mayordomo de la Cofradía de su zona.  Allí, en su casa, rodeada de piedras de moler, cuencos de barro, máscaras y pinturas hablamos sobre esos poderes sobre naturales.

Pasasin es descendiente de esos pobladores originarios de Izalco que sobrevivieron a la masacre de 1932 y que repoblaron ciudades y pueblos aledaños, ocultando sus creencias religiosas o mimetizándolas con los ritos de las cofradías. Vive en una colonia, a pocos metros de la ciudad, rodeado de vecinos, en una humilde casa de ladrillo, piso de cemento y techo de duralita. 

De sus antepasados dicen sus vecinos, que se niegan a revelar identidad, se sabe que todos han sido brujos… como él, a quien consideran uno de los más poderosos de la zona. Pero don Manuel dice que no es cierto, que él no practica esas artes, que su abuelo sí sabía de eso. Y luego, me habla en claves y me dice algo que otros supuestos brujos ya me han revelado, nadie va a aceptar abiertamente que posee tales habilidades. ¿Por qué?, le pregunto. Por miedo al Diablo, responde.

¿Cómo se transforman estos brujos en animales, don Manuel?

Con oraciones… oraciones al Diablo. Pero, para eso hay que hacer un pacto, un juramento. Luego, el Diablo, le pone un tiempo a usted y cuando este se cumple, usted se va.

¿Cómo saben los brujos cuáles son las oraciones que convocan al Diablo?

Hay libros. Yo tenía uno de esos, pero mi mamá me lo quemó. No porque hoy estaría muerto. Cuando usted hace el pacto, tiene que poner una cantidad de años… porque, para el Diablo, cien años -póngale pluma- es un día… y si usted le pide dos cientos años, dos días de vida le concede. Para que le dé unos sesenta años, debe pedirle millones… Yo quería ser como mi abuelo, pero cuando él se murió, aunque yo tenía las llaves de sus cosas, ni un libro pude encontrarle. 

¿Por qué quería ser brujo?

Pues, como ustedes cuando son estudiantes… para saber más de lo que la vida le enseña a uno. Los mexicanos eran los que venían antes a vender esos libros, como ellos son buenos para la brujería. Yo sé que ahora venden “El Pacto”, “El Infernal”, “La Magia Roja”, “La Magia Blanca”… con solo leer eso,  usted se le quita la voluntad de hacer algo porque usted no las puede realizar.

Uno de los libros que siempre salen en este tipo de conversaciones es el Libro de San Cipriano. De acuerdo a varios sitios de internet, el Libro de San Cipriano es un grimorio, es decir, un compendio de fórmulas mágicas, atribuido a San Cipriano de Antioquia, y en el que una parte fundamental se ocupa del desencanto de tesoros. Este libro ha servido de base para la creación de otros tantos títulos como los que Pasasin nombra. Pero, sin duda, es uno de los más codiciados por los que buscan convertirse en brujos. Estos libros se encuentran en los puestos donde venden productos relacionados con la santería en el mercado Central, en las ventas de libros usados del centro Histórico de San Salvador o en el internet.

En estos libros se pueden encontrar conjuros escritos en español antiguo como estos:

-Para conseguir el amor de una mujer: “Toma tres dyneros de tres monedas y en cada vno dellos escrybe estos nombres: Ahaeson, Abrabon. Entonces muéstralos a la muger en tu mano y amarte a mucho; probado es”.

-Para dormir con una mujer cuantas veces se desee: “Escrybe en plegamyno virgen estas letras y metelas devajo de las espaldas: vinas, agan y calchas calca”.

-Para lograr la invisibilidad: “Sy quisieres que no te vean ninguna persona toma el coraçon de la rana negra y el de la gallina blanca y mételo todo en vn paño nuevo mételo so el braço derecho y saberas por cierto que no te verán nady”. Después se efectúan los símbolos pertinentes que indica el pergamino y se da por concluido el ritual.

Domingo Mulato, el trabajador de la finca de mi abuelo, ahora ya de 70 años, me cuenta que en días de su juventud conoció a un hombre enyerbado. Decía que este señor -de baja estatura y poco hablar -, que trabajaba en una finca del alemán Walter Deninger, le mostró un día un saco lleno de billetes. Le dijo que se los había robado de un banco, haciéndose invisible. Que trabajaba como peón solo para no delatarse. Domingo, desde luego, quiso aprender y tener dinero, pero no logró pasar la prueba del pacto con el muerto. 

El pacto con un muerto es más terrible, dice don Manuel. “Usted tiene que estar pendiente de -cuando maten a alguien- ver dónde lo entierran y al tercer día ir a desenterrarlo. Después de eso, con el muerto en su poder, debe embrocarlo y ponerlo a escurrir sus jugos en un recipiente. Cuando pasen noventa días, a la media noche de ese día, se bebe eso en medio del cementerio”. 

¿Alguna vez vio que su abuelo se transformaba, don Manuel?

No. Los brujos no hacen eso a la vista… interfiere. Una vez vinieron unas personas a ofrecerme siete mil dólares para que me convirtiera enfrente ellos. Pero el pacto no se lo permite… sino el Diablo se lo cobra a uno. Se lo lleva.

¿Usted sabe cómo se hace la transformación?

Sí. Pero solo le diré que se hace a horas y en lugares donde nadie lo vea. Sólo, en la montaña, en un claro o en el cementerio, a las doce de la noche… 

“Se necesitan cuatro candelas y un huacal”, asegura Mauricio Tenorio, otro zoomorfo que, según la cultura popular de San Antonio Abad, al norte de San Salvador, practica estas artes mitológicas. Don Mauricio, de acuerdo con sus vecinos, es cuarta generación de una familia de brujos. A él le causa risa mi pregunta sobre si es cierto lo que dice la gente y después de media hora de contarme detalles sobre las historias que él ha escuchado sobre los “Micos” de la zona me dice que él sabe algunas cosas sobre ese rito.

– “Se busca un lugar apartado, de preferencia un claro en el cerro, donde no lo vea nadie, sino el ritual no tiene efecto. Se colocan las cuatro candelas formando un cuadrado. Las candelas representan a los puntos cardinales. Al centro se pone el huacal. Después, se reza una oración… que yo no sé, y se dan tres saltos hacia adelante y tres hacia atrás. El brujo después se agarra los lados de la boca y empieza a darle vuelta la piel, y poco a poco va apareciendo el pelaje del mono. Cuando termina de darse vuelta, vomita el alma en el huacal y lo esconde para que nada ni nadie lo bote. Si el alma se desparrama o si alguien la bota, el brujo no podrá tomársela ni regresar a su cuerpo”.

De acuerdo al libro “San Antonio Abad: Memoria histórica y persistencia cultural”, de Ana Lilian Ramírez, la población de este cantón urbano de San Salvador, se considera en su mayoría mestiza y conservan en sus tradiciones rasgos muy fuertes de origen indígena. Esto explicaría por qué en un lugar al que la ciudad casi ha devorado, aún perviven este tipo de mitos sobre los brujos. 

San Antonio Abad es reconocido por sus habitantes como una comunidad viva desde 1903. Según Mauricio Tenorio, su abuelo fue uno de los primeros habitantes del sitio en ver cómo los brujos gastaban sus tardes en la quebrada donde ahora confluyen la 75 avenida norte y la prolongación de la avenida Másferrer norte. Los brujos, según tenorio, vivían en las lomas del volcán de San Salvador y luego bajaban hasta el pueblo a saltar en los techos de los vecinos y a espiar a las muchachas. Ahí se convertían y se colgaban de los palos de mango, dice mientras señala el lugar donde ahora pasa una calle de asfalto. 

¿Y eso, para qué lo hacían?

Solo para demostrar que podían. Esa era la diversión que tenían, me dice Tenorio.

El Diccionario de Antropología de Thomas Barfield (Siglo XXI, 2000.), explica el término brujería como un conjunto de creencias, conocimientos prácticos y actividades de personas llamadas brujas, cuya forma masculina es menos frecuente, y que, presuntamente, están dotadas de habilidades mágicas que emplean con la finalidad de ejercer control sobre alguna situación determinada.

¿Cómo se le puede hacer frente a un brujo que se transforma, don Mauricio?

Con un cuchillo untado de ajo y áchin… Y cuando uno tiene miedo, hay que morder el filo del cuchillo. Con eso no se le puede dañar a un brujo, pero se le puede detener. Hay otras maneras… 

“Como el Atchin”, me dice Fidelina Cortéz, un fabricante de ollas y comales de barro negro de Santo Domingo de Guzmán, en Sonsonate. Sus artesanías han ganado fama fuera del país. Pero sus vecinos la conocen más por una cosa: aseguran que ella es bruja. Ella lo niega, pero asegura que sabe cómo combatir los maleficios de estos seres. “El Atchin es una pomada que se usa para calmar alguna enfermedad que no se cura o se ocupa el agua salmuera -agua con sal-, para espantarlos. Se riega en forma de cruz frente a la puerta de la casa y así el más espíritu no vuelve”.

¿Cómo sabe que eso funciona? Mi mamá nos enseñó y a ella, mi abuela, responde Fidelina, mientras al fondo resuenan los cantos dominicales de una iglesia protestante que hablan de lo poderoso que es el Dios de Israel.

Hablan los nahuales, del profesor e investigador Benjamín Palomo, es un libro que recoge una serie de testimonios como las de Fidelina, Mauricio o Manuel. Para Palomo, “en el discurso narrativo expresado por ancianos, podemos encontrar sortilegios, amuletos, oraciones para contraatacar el mal causado por los misteriosos espíritus de la naturaleza. Estos parámetros pueden servir para medir el grado de importancia, límite y autenticidad del mito salvadoreño, lo cual explica una visión de mundo y una religión soterrada, bajo los grandes templos de la religión importada”. 

Mito o realidad, la existencia de estos seres no se debe poner en duda, al menos es lo que creen las generaciones nacidas antes de la guerra civil y en algunos sitios poco urbanizados de El Salvador. Quizá este sea uno de los pocos rasgos que aún sobrevivan de nuestra herencia indígena y que se niegan a morir cegados por la luz de la modernidad. Talvez esta sea una señal de que los que controlan, educan, someten ya no son los mismos que hace 200 años.

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