Ella sale al escenario. Tiene la piel morena, mide apenas un metro sesenta. Sus brazos, sus piernas parecen neumáticos desinflados. No tiene mentón y su nariz parece una berenjena. Tiene el pelo recogido, los ojos humedecidos, como si estuviera a punto de llorar.

Música de orquesta en vivo. La luz de un reflector la invade y la acompaña en su camino hacia la alberca. Ella viste un bikini floreado de dos piezas. Las carnes flojas de su cuerpo cuelgan por encima de la tela del bañador. Su piel de naranja tiembla como gelatina mientras camina hacia el final de la rampa que está ubicada al frente. Alguien entre el público murmura: “parece un tumor”. La gente se contagia risas. Ella les lanza una mirada llena de asco y se truena los dedos.

Ella se para sobre el filo de la tabla. La madera cruje, se curva 30 grados pero no se rompe. Veinte centímetros de aire la separan del agua sobre la que está parada. Abajo cincuenta pirañas nadan nerviosas golpeándose entre sí.

En tanto, un hombre largo, de cara rosa, dientes blancos y pelo engominado hace un llamado a la audiencia para que manden mensajes de texto a un número en pantalla. Luego presenta a los tres jueces que evaluarán la situación. Risas, halagos, guiños, muecas entre ellos. El público aplaude emocionado. Las luces se apagan y de inmediato otro reflector se enciende sobre un payaso. Este empieza a tirar pelotitas de colores al centro de un tablero que activa el mecanismo que hará que Ella caiga. El hombre salta con cada lanzamiento como quien está parado sobre vidrio roto y con los pies descalzos. Un golpe, dos, tres…, la pelota empuja la madera y la rampa cruje de nuevo. Cuatro, cinco, seis golpes… De pronto, pausa publicitaria.

Segundos después, se reanuda el programa. El hombre largo recuerda el número en pantalla. Siete, ocho, nueve golpes… Las mejillas de la gorda se vuelven pálidas. Diez golpes… La gente abre la boca y aspira el aire que parirá una tormenta de carcajadas. Once golpes… Ella junta las manos, dobla las rodillas, se prepara para saltar. Doce, trece golpes… La madera cede. Una luz roja se enciende. Ella se impulsa con todas sus fuerzas y vuela por los aires en posición de zambullido. Desde la orquesta nacen los redobles de un tambor. Los destellos de las cámaras hacen que las imágenes parezcan moverse a un cuadro por segundo. Algunos se paran, se rascan las palmas de las manos y se apartan entre sí para verla azotar.

La rampa cae como latigazo en el lomo del agua. Los lentes de las cámaras de televisión se mojan, lo mismo que algunos espectadores. Las panzas cosquillean. Las caras hacen muecas. Las gargantas vibran de alegría. Ahí viene la risa.

Pero la gorda no cae. Está parada sobre las aguas.

De pronto, el público mudo, asombrado. De pronto, su piel, sus neumáticos, su berenjena… son hermosos.

Los aplausos y las rosas levantan vuelo. Las luces se encienden. La orquesta toca una melodía victoriosa. Ella se sonroja. Los jurados y el público se abrazan y lloran. Risas, halagos, guiños, muecas y se oscurece la pantalla. Aparecen los créditos y los agradecimientos de la producción. Un niño que se ha quedado rezagado de sus padres -cuando casi todos se han ido-, le pide un autógrafo a la gorda y luego la ve desaparecer flotando por una ventana del estudio de grabación.

Las luces se apagan y todo queda en silencio.

Esa misma noche, 20 millones de personas visitan internet para ver el video de la gorda que vuela.

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